Vivir sin peluca
Cierra tus ojos e imagina a Juan Wesley. Así, rápido, la primera imagen que se te ocurra. Probablemente estás pensando en un hombre blanco de unos sesenta años o más, nariz larga, pelo blanco rizado hasta justo encima de los hombros. Bueno, así era. Pero enfócate en ese pelo por un momento, porque hay algo que tal vez estés imaginando mal: el pelo de Wesley no era una peluca. Leer esto tal vez contradiga la imagen que muchos tenemos de Wesley como erudito inglés de la clase media alta del siglo 18, cuando reinaba la moda varonil de usar pelucas blancas impregnadas de talco.
Pero la verdad es que Wesley nunca usó una peluca durante décadas (solo hacia finales de su vida, cuando lucía una de color café, una mezcla de pelo humano y pelo animal, para tapar su calvicie y calentar su cabeza). Su rechazo a esta moda incuestionable de su época le ganó cierta fama de hombre extraño. Seguro la mayoría del clero de la Iglesia de Inglaterra, quienes ya criticaban sus innovaciones y prácticas evangelísticas, veían en su pelo natural una señal más de su decisión de no "jugar según las reglas".
La razón principal de Wesley de no usar peluca era económica. Una peluca en ese tiempo podía costar unos veinticinco chelines, o el pago de una semana para un obrero en Londres. Y no solo eran caras a la hora de comprarlas; había que mantenerlas, con visitas regulares al estilista para arreglar los rizos, aplicar más talco, etc. En una carta a su hermano Samuel, estando Juan todavía en la universidad, dice que a pesar de los deseos de su mamá, no se cortará el pelo ni vestirá peluca porque no ve razón para gastar así unas dos a tres libras esterlinas al año.
Su frugalidad es bien conocida y fue un hábito de toda la vida. Es parte de su famoso consejo a los metodistas de "ganar todo lo que puedas; ahorrar todo lo que puedas; dar todo lo que puedas". Aunque entre los primeros dos verbos algunos quieren ver un voto por el capitalismo desenfrenado (lo cual no es cierto), mejor enfoquémonos en la conexión entre los dos últimos: ahorrar y dar. Para Wesley, ahorramos no solo para tener un superávit. Más bien, ahorramos para poder dar más, a Dios y a los necesitados. Una vez, aún siendo jóven, Wesley bajaba las gradas de su habitación y vio que una de las sirvientas de la casa pasaba frío. Juan se sorprendió al enterarse de que el vestido sencillo que ella tenía, era su única prenda. Juan metió la mano en el bolsillo para darle algo con que comprar más ropa, y se acordó de que había gastado su último efectivo comprando libros. Se avergonzó el haber gastado "tanto" en sí mismo que no tenía para una persona necesitada.
Esta perspectiva, esta frugalidad al servicio del Reino y de su justicia, encuentra sus raíces más claras en Lucas 3:11, cuando Jesús dice "El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene". O en términos más fuertes de Basilio el Grande, "El pan en tu alacena pertenece a los hambrientos; el abrigo sin usar en tu ropero pertenece al que lo necesita; los zapatos pudriéndose en tu armario pertenecen al que no tiene zapatos; el dinero que acumulas pertenece a los pobres".
Sin entrar en una discusión mayor de economía personal y los deberes del camino cristiano, estas frases me retan a preguntarme a mí mismo: ¿cuáles son mis pelucas? ¿Dónde están aquellas cosas en mi vida, en mis pertenencias, que son superfluas o hasta ignoradas? Tengo por lo menos tres camisas que no uso y llevo años diciendo "Se las debo regalar a alguien..." ¡Y no lo hago! ¿Por qué? Si Juan Wesley entrara en mi clóset... pues ni lo quiero contemplar. Con el ceño fruncido tiraría casi todo en un saco para llevar a un centro de necesitados, y luego me miraría con una sonrisa amplia, diciendo "¡Ya! ¿No te sientes mucho mejor?" Y creo que tendría que darle la razón.
Ahora, todos conocemos de primera mano casos de personas que solo tienen dos camisas, porque solo eso lo pueden costear. No estoy aplicando la crítica de Wesley a estas personas. Más bien es a ellos que les debemos dar de nuestra abundancia. Aplico esta crítica y este consejo de Wesley a mí mismo, y tal vez a ti, y por supuesto a la gran maquinaria comercial que nos rodea cada día, gritando y susurrando, "¡Más, más, más!" Pues, no, gracias. No más. Dios me dio pelo y ese pelo me basta. En un mundo donde no tener celular del año parece ser una vergüenza social, trataré de ahorrar más que lo que gasto. En un mundo de pelucas, daré gracias a Dios por mi pelo natural, y buscaré a quién bendecir con el dinero que me ahorro.